jueves, 16 de diciembre de 2010

Onetti

Está esa imagen poderosa de un Onetti viejo, en mangas de camisa, recostado sobre una cama sin hacer, entre una pared y una mesa de noche, con cigarrillos, coñac y páginas tostadas por el sol. Dolly, su última esposa, después de haber tocado el violín hasta tarde, recogía con paciencia esas hojas de incalculable valor.

En tiempos en que las editoriales publican mala literatura con total naturalidad, leer a Onetti (metonimia estimulante) es una manera de elogiar en silencio la literatura seria, la que nace de la soledad y la renuncia. Cuando buscamos su obra en las librerías a menudo solemos aclarar que su apellido se escribe con doble t, que es uruguayo. Poco y mal leído, la lectura de sus relatos precisa paciencia, silencio y sobre todo inteligencia.

Es evidente que Onetti es un escritor en todo el sentido de la palabra. Es suyo un lenguaje complejo, escrito con paciencia narrativa, cuya esencia es tal vez el paso del tiempo. Desde "La vida breve" (1950) y la creación de Juan María Brausen, Onetti –como Ulises– comenzará el descenso a su infierno personal, peregrinaje que terminará cuarenta y cuatro años después, el día de su muerte. Ese largo camino es Santa María, y "El astillero" (1961), el pasaje más bello.

Escribir para uno mismo

Su obra se fundamenta en un orden arbitrario e imperturbable que exige como pocos lo han hecho (Joyce, Proust, Cortázar) un método de lectura, un ritmo, un descenso a la Laguna de Estigia, sin Virgilios ni Beatrices. Ahí estriba la dificultad de Onetti. Su ocio creó fragmentos metódicos de la historia total de una ciudad calurosa habitada por suizos y otros europeos, con su mitología, sus controversias metafísicas, sus rufianes, sus prostitutas. Un mundo articulado por la desgracia y la renuncia.

Ocurre que Onetti leía con avidez termonuclear a escritores norteamericanos (el panóptico Gaudí que es "Manhattan Transfer" (1925) es el germen de "Tierra de nadie"). De hecho, William Faulkner y su Condado de Yoknapatawpha son el fundamento de la seriedad de Juan Carlos Onetti y su Santa María. El uruguayo se había instalado en una habitación de soledad imperturbable. En una ocasión le preguntaron sobre el papel del lector en su obra, y contestó con una frase magistral del creador de Ulysses: "Escribo para el hombre del espejo".

Su egoísmo literario llegó a extremos desconcertantes cuando así como quien no quiere la cosa detuvo la gran novela sobre el prostíbulo y el cafishio (proxeneta, en lunfardo), "Juntacadáveres" (1963), para escribir "El astillero", una larga alegoría a una distancia de media hora en lancha de Santa María, el Puerto Astillero. Recuerdo a este propósito que a Onetti le intentaban constreñir la obra al ámbito de la decadencia económica del Uruguay y que replicó: "Yo quiero expresar nada más que la aventura del hombre".

En una de las pocas entrevistas que concedió (el verbo es justo), contó la ocasión en que discutió en un hotelucho de San Francisco sobre la escritura con Vargas Llosa. El peruano explicaba que su método consistía en llenar cuartillas desde muy temprano, todos los días. A Onetti semejante estupidez lo exasperaba. En el fondo, Vargas Llosa está casado con la literatura, tiene un horario, sufre de castidad conyugal con una tradición que lo supera, es un abnegado que escribe bien. Para Onetti la literatura era una amante. Se acercaba a ella cuando le daba la gana.

En "La vida breve" hay una poderosa imagen que explica su obra completa: "El médico vive en Santa María, junto al río. Solo una vez estuve allí, un día apenas, en verano; pero recuerdo el aire, los árboles frente al hotel, la placidez con que llegaba la balsa por el río". Onetti se entregó a la febril tarea de ir en busca del tiempo perdido, desde "El pozo" (1939) hasta "Cuando ya no importe" (1993).

España y América Latina tienen una deuda enorme con su obra (Antonio Muñoz Molina). Onetti murió el 30 de mayo de 1994 en Madrid, viejo y enfermo. El demiurgo de Santa María recuperó el tiempo perdido.

martes, 5 de octubre de 2010

Abisinia

Desconoces mi auténtica felicidad, la que está en comprar libros para no leerlos, la que está en una mañana de insomnio, con el sabor delicioso de otra saliva. Actúo mal para hacerte Circe, para que desvíes la mirada, cansada, y te sorprenda el otro, el auténtico, el que tú has creado, el infante terrible que terminará por despertar.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Diálogo de madrugada

Hola. Sí, ahora será así. -¿La Alianza? -No adelantes conclusiones, no tengo padre, ¿recuerdas? Yo también he leído ese libro. Lo tomé de su librera, de esa que jamás pude leer completa, aun a pesar de que tuve más de tres años para hacerlo. El libro lo leí con avidez, torpemente, y obvié lo importante. Es una farsa trabajada decir que los he atalayado. Los envidio profundamente, con terror. -Pero ese día. -Me gustaba que el viento me revolviera el cabello. Era imaginarme el itinerario judío de la compra del domingo por la mañana, dejar a una mujer de piel translúcida en la cama. -¿Eres fascista? -No lo sé bien... -La mujer que el judío dejaba en su cama era mitad española, aunque ya no hablaba el castellano, lo había olvidado. -Eso ya lo sé. No era eso. Nada de eso importa. Ni Molly ni las aceitunas ni el estúpido judío. Quiero recordar lo necesario. -Comienza. -Noo, no quiero comenzar, empezar a contar, decirte que ese plato lleva su nombre por el pintor Carpaccio. Los pies empapados y las sábanas están horriblemente frías. -Me has dicho ya que era un olor compacto, por decirlo de alguna manera. -Era el olor de la madera, entiendes, un olor parecido al abeto y un aire helado a limpieza, una manera de colocar el vaso de agua como solo ocurre en los hoteles de primera clase. La conciencia segura en que el desayuno te espera, sin falta, por la mañana.-¿Eso ocurrió la noche del hospital? -Me desperté con un dolor de cabeza punzante. Jugué con la luz y las pastillas en la mesa de noche. Me zampé dos y me leí más de trescientas páginas. Pero ya nada de eso está aquí. -¿Te gustan las certezas? -No. Es como aprender un idioma. No voy a repetir algún verso sabido de memoria. -Hay lagunas. -No leo más ese libro. -Pero ¿qué comiste hoy? -Carpaccio y cerveza oscura, y eso no es un verso, es la verdad.

domingo, 25 de octubre de 2009

Alonso para una revista

Eran mañanas de tedio. Eran filologías hispánicas en aulas con olor a café barato. Eran Fernando Lázaro Carreter y don Ramón Menéndez Pidal que hablaban, obstinados, del mozárabe y su influencia en el castellano: descreo con Ray Bradbury de los colegios y las universidades. Creo, sí, en las bibliotecas; en el amarillo y viejo cobijo de las páginas de libros. Aquí esperaba la lírica de Dámaso Alonso, habitada por el heráldico paso del tiempo y el lenguaje violento. El joyceano número de la Real Academia Española encontró la imagen de un miedo metafísico más hondo, más suyo.

La mayólica de la tradición y las asociaciones lingüísticas del James Joyce del A portrait of the artist as a young man y el Ulysses unen a Alonso con Gerardo Diego y otros nombres. El acontecimiento que los unió a ellos y otros gigantes, como Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Luis Cernuda, Lorca, etc., y además nombró a la Generación, fue el homenaje que el grupo hizo a Luis de Góngora en 1927 en Sevilla, al conmemorarse el tercer centenario de su muerte. Así, el eterno antípoda de Quevedo nutre a Alonso con las tradiciones, con el lenguaje hermético y la forma popular del Romancero.

La violencia lingüística de Dámaso Alonso, solo comparable con el tremendismo de Cela, hará su aparición en el que se ha convertido en su principal libro, Hijos de la ira (1944). Con no poca razón se ha escrito que Alonso sufrió para sobrevivir en la España de Franco, la España aislada y olvidada por el resto de Europa, la España que solo es el norte de África. La maniquea poesía previo a la Generación del 27 era como tragarse un saco de harina a cucharadas. Ya el propio Dámaso confesó que él siguió a la Generación del 27 como segundón y que necesitó la sacudida de la Guerra Civil española para escribir en libertad, para encontrar su voz poética, que no se encontraba cómoda con la poesía deshumanizada anterior.

Este libro es considerado, comúnmente, el punto de partida de la poesía española actual. Existencialismo a lo Valéry, Alonso descubrió antes que Cela (aunque le pese a Umbral) la violencia como cotidianeidad. Oh, gracia. Pero Dámaso es un joyceano, y cualquier escritor que volvió del infierno del Ulysses sin ayuda de ningún Virgilio, tiene que cantar. Y Alonso cantó. Así, en el aspecto formal, desaparecen las composiciones regulares de versos endecasílabos: ni cuartetos encadenados, ni décimas, ni sonetos; se ha prescindido de la estrofa y los versos se suceden sin respetar medida ni rima, ni mierda. Ortega, quien tomaba en préstamo (sin saberlo o sí) las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, dijo que tarde o temprano se termina por entender que somos hijos de nuestro tiempo. Alonso, a caballo entre su tiempo y la atemporalidad lingüística, confirmó al filósofo: somos hijos de la muerte.

Alonso, ya desesperado, le gritó a dios. Y dios solo guardó silencio.

miércoles, 12 de agosto de 2009

la foto

Sebastián se enfada porque no puede copiar la foto. Sebastián piensa que Onetti estaba vivo quince minutos antes de morir. Sebastián solo quiere copiar la foto. A Sebastián ya lo tiene harto Lou Reed.

lunes, 10 de agosto de 2009

El viaje

Las ventanas están claustrofóbicamente selladas. La mía no lo está, y una hermosa línea de polvo se filtra insidiosamente en mi espacio, me mancha el rostro, se mete en mi nariz. Saboreo el polvo en mi lengua. Sin cortinas, el sol me quema deliciosamente la piel. Acelera el bus como si se tratara del infierno (yo también te leí, Asturias). Es una masa amarilla silenciosa que alumbra la nube de polvo (cuadrado amarillo) que se esconde detrás de los árboles (cuadrado negro).

El campo está desolado, como siempre. El chorro amarillo trocó en horrores místicos alumbrando mi noche (yo jugué a eso con vos, al Zaratustra y los relámpagos). ¿A quién debo agradecer por la lluvia que araña mi ventana?

Por primera vez pude dormir al viajar. Quizá porque hoy en la estación las sonrisas, las despedidas, no eran para mí. Porque hoy viajo solo, acompañado por una niña que me mira perpleja con su pequeño rostro sucio de polvo y fresas.

domingo, 5 de julio de 2009

Hacia Santa María

La casona ya no existe, la mayoría de mis libros está quemada o en librerías antiguas, me temo que ya solo soy un vestigio, un exiliado en una tierra de sol improductivo.

¿A dónde huir? Los suizos son agradables, por naturaleza. ¿Hacia Santamaría, entonces? Sí. Hacia allá voy.