jueves, 27 de noviembre de 2008

Patočka


Luego de haber leído con avidez a Patočka comprendí a cabalidad que el gusto no requiere de inocencia, fundamento de toda vida posible, sino de rigurosidad hiperbórea.
Los hay que observan la calle con la frente apoyada en el vidrio empañado de su cuarto de estudio mientras la lluvia golpea el alféizar. Los hay que se percatan de que la felicidad noble estriba en la ingenuidad, pues ésta no exige más logicidad que la del niño frente a un libro viejo y polvoriento.

La leche dibuja una lenta espiral blanca en mi té y las sombras de las hojas oscilantes se cortan con los mendrugos en mi plato. El color de mi chaqueta de lana es semejante al tronco de olivo. El otro día caminaba a la estación para comprar galletas. Una hojita blanca. Abonar un ahorro para plantar un olivo o un naranjal. Ponen Dvořák, es una especie de Mulligan cocinero de la Pampa. Puede intelegir, sin ontologías, el cello y la luz del sol entre los árboles de un solo vistazo.

La nostalgia de Dédalus es la de comprender la no-participación en el lienzo, no ser parte de la tormenta bermeja de aquel holandés (Hay algo de enfermizo, de triste, en que La Haya sea un artero centro político y burocrático norteamericano, y hogar, como Ámsterdam, de telas de Vermeer, de Rembrandt). Sigo leyendo a Patočka, es patológico. Los hay que reconocen en silencio que llevan su muerte dentro, lo único verdaderamente nuestro. P. se siguió perdiendo en los espesos bosques de Pan, pero a mí esto ya me ha dejado en ataraxia. Pienso en V. El rollizo cocinero de delantal lleno de salsa sonríe, mientras arma una tortilla. Me sobresalto (está temblando), son las palpitaciones de mi corazón. En la mesa contigua una niña de ojos grandes me observa con perplejidad.

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